En aquel tiempo, estando Jesús en un poblado, llegó un leproso, y al ver a Jesús, se postró rostro en tierra, diciendo: “Señor, si quieres, puedes curarme”. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero. Queda limpio”. Y al momento desapareció la lepra. Entonces Jesús le ordenó que no lo dijera a nadie y añadió: “Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que Moisés prescribió. Eso les servirá de testimonio”.
Y su fama se extendía más y más. Las muchedumbres acudían a oírlo y a ser curados de sus enfermedades. Pero Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar.
REFLEXIÓN
"Al ver a Jesús, se postró rostro en tierra, diciendo:
“Señor, si quieres, puedes curarme”"
La lepra era una enfermedad temida. No había tratamiento en la época de Jesús. Los leprosos vivían fuera de la sociedad y tenían que buscar duramente para encontrar un lugar para quedarse y obtener comida. Esa era la ley.
El leproso había oído hablar de Jesús al reconocerlo. Se humilló postrándose y suplicando por una vida normal. Jesús lo quiso y lo limpió de su enfermedad. Solo Jesús podía curarlo.
En el camino para presentarse a los oficiales, les contó a todos acerca de Jesús. Él difundió la noticia a todos, especialmente a aquellos que no lo conocían o que podrían haberlo olvidado. Y grandes multitudes siguieron a Jesús.
¿No es eso lo que se supone que debemos hacer? ¿Decirle a nuestra familia, a nuestros vecinos, al mundo entero lo que Dios ha hecho por nosotros y cómo han cambiado nuestras vidas? Podríamos haber estado sumidos en el egoísmo, el orgullo, la lujuria, la codicia, la amargura, los celos, por nombrar algunos pecados, y Jesús escuchó nuestro llanto y nuestras lágrimas y nos curó. Somos testigos de esto cada vez que nos confesamos. Solo Jesús puede curar las enfermedades del alma.
Depende de nosotros difundir la Gran Nueva de Dios, hecho hombre, que vino a redimirnos y sanarnos.
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