En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela, no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero, para que alumbre a todos los de la casa.
Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos’’.
REFLEXIÓN
"Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada".
Hace un par de días nuestra familia estaba tratando de averiguar por qué la sal tiene una fecha de vencimiento. ¿Realmente se echa a perder? ¿Qué pasara si esto sucede? ¿Pierde su salinidad? ¿Le sale moho?
Independientemente de cuál sea la respuesta, sabemos que la sal y otras especias mejoran el sabor de diversos alimentos.
¿Se supone que, con nuestro ejemplo, debemos traer ese "sabor" a nuestras experiencias de vida? ¿En la vida de otras personas?
¿Cuál es ese "sabor" ya que por nosotros mismos somos meros humanos caídos?
Cuando recibo la Sagrada Comunión de manos del Sacerdote o del Diácono, pienso en lo maravilloso que es nuestro Señor al venir físicamente a la tierra, y entrar física y espiritualmente en nuestros cuerpos para transformarnos completamente. Para acercarnos a Él. Para que podamos estar para siempre con Él.
Si quiero dejar que Jesús actúe en mí, necesito recordar las palabras de San Juan Bautista: "Es necesario que el crezca, y yo disminuya". (Jn 3:30). Para que esa sal, ese sabor, sazone y sacralice nuestra vida cotidiana.
¿Aceptamos ese regalo de Jesús en nuestras vidas? ¿Permitimos la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿O tratamos de hacer nuestras propias reglas, nuestros propios "sabores" para sazonar nuestras vidas?
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