En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”
Jesús le respondió: “Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’. Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’. Entonces le dirán con insistencia: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.
Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”.
REFLEXIÓN
"el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta"
¿Quién llegará al cielo? ¿Llegaré al cielo? Estas son preguntas que debemos hacernos, pero no como un punto de curiosidad pasajera. La pregunta más importante sobre la salvación se le ha hecho a Aquel que conoce la respuesta. Está de camino a Jerusalén.
En realidad, solo Jesús abre y cierra la puerta de la casa del Padre. ¿Seguiremos a Jesús? ¿Llevaremos nuestras cruces? ¿Lo conocemos como nuestro redentor y, por lo tanto, nos conocemos a nosotros mismos como pecadores?
Esforzarse, esperar y buscar nuestra recompensa debe ser la máxima prioridad. Amar a Dios por quién es Él nos impide lastimarlo, ofenderlo y desagradarlo. Si caemos en el pecado y nos arrepentimos, Su misericordia está ahí.
Tememos al Señor, caminemos en sus caminos y lo amemos.
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